lunes, 21 de septiembre de 2009

Paseo por la ciudad.

Ropa elegante para ser visto. Diván otomano para la mujer emancipada. Máscaras a mitad de precio, el placer orgásmico de los estetas.
La lluvia empaña la vitrina del mall ultramoderno, borrando lentamente aquellas formas. Las nubes visten a la ciudad para un funeral. En la otra calle un local exhala tristes conversaciones de café.
Escuchemos:
—Yo sigo la rutina de Elliot: Leo gran parte de la noche y en invierno me voy al sur.
—Estamos en el sur.
—Hablo de un sur imaginario.
Ah.
—Nada de "ah". Cada quien procura su felicidad.
—Despides suspiros breves y poco frecuentes, muchacha de los jacintos.
—Es el recuerdo... André ...
—¿Murió?
—Ni siquiera vivió, solo lo he soñado.
Olvídalo. Escapa conmigo.
—No puedo: El mundo no para de girar, el gramófono sigue sonando y los romances de café, de tranvías y trineos están destinados al fracaso.
—Calla, no derrames más sombras sobre la mesa ni irracionalismo sobre mi corazón burgués. Me iré lejos, a Viena, a Londres o a Jerusalén. Pierdo mis huesos, afuera sigue lloviendo...

A una manzana de distancia el estado edifica un rascacielos. Cuando esté terminado será el monumento más grande construido en honor al absoluto inasequible. En un baño público un hombre bebe una mezcla alucinógena y atisba el infinito. Una mujer cierra su paraguas para abordar un taxi. Otra lo abre. El metro, veloz, llega hasta el centro. Allí el espectáculo es distinto. Una manada de indigentes busca refugio en un callejón. Alguien resbala sobre el asfalto húmedo. Bulla, lamentos y otros ruidos. Un poeta delirante blasfema. Gozo y decadencia. El progreso. El rumor del agua que cae. Lejano estrépito de bocinas y motores y algunas risas maliciosas. Volvemos al punto de inicio y, al girar en una esquina, la noche, las luces y la certeza de que nunca regresaremos a casa.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Fiesta.

Del tocadiscos emanaba un jazz antiguo, ambiguo, casi azul, propicio para el baile lento. Cerca de la entrada del salón donde se celebraba la fiesta, en la primera mesa de la izquierda, un grupo de políticos de derecha discutía las nuevas acciones que tomaría el partido gobernante. Decidieron por unanimidad que aumentarían los impuestos, acabarían con ciertas libertades dañinas y destinarían más fondos a actividades de corrupción, cuestión de primera necesidad para el mantenimiento del statu quo. Ante la posibilidad de declararle la guerra a un estado enemigo todos coincidieron en no hacerlo. No por convicción moral, sino por afortunada holgazanería.

A unos pasos de donde se hallaban los políticos, Simón Bolívar y Simone de Beauvoir mantenían una imposible conversación mientras tomaban cócteles de sueños irrealizables. Junto a ellos, Marx y Adam Smith jugaban al Monopoly. Marx siempre perdía porque los habitantes imaginarios de las casas y los hoteles seguramente eran burgueses insensibles o proletarios que ignoraban El capital. Inesperadamente, entró a la estancia Ernest Hemingway ebrio y disparando una escopeta, como si cazara a un rinoceronte africano.
—No está cazando —explicó Alfred Hitchcock, mirando hacia la cámara y acabando con la vana ilusión de realidad —Solo lucha con sus fantasmas.
Una de las balas disparadas por Hemingway atravesó el cráneo de un hombre condenado a desempeñar el rol histórico de víctima por toda la eternidad. Fue víctima del hundimiento del Titanic (3era clase, ascensores cerrados), víctima inocente de la 1era guerra, víctima de la recesión del 29, víctima del Holocausto, víctima de la hambruna en África, víctima de la crisis hipotecaria, víctima de esa bala y en el futuro sería víctima de otros desastres.
Luís XVI y María Antonieta —aristocráticos y guillotinados— observaron el cuerpo del hombre-víctima por encima del hombro y por debajo de la solidaridad. Los demás invitados acordaron tácitamente obviar el cádaver, olvidar el incidente y sobornar a Miss Marple para que inculpara al mayordomo y no a Hemingway, demasiado importante para ir a la cárcel.

La fiesta marchaba bien. Tenía un tono deliciosamente caótico y decadente que alegraba a todos. En el centro del salón, la prostituta con mensaje filosófico positivo, la detective de pasado oscuro y la descendiente de Jesús bailaban con Coelho, Katzenbach y Brown, respectivamente. Entre cada canción se hacían cariños y por cada cariño se le escapaba a Truman Capote una frase cargada de envidia y afectación, como «en esta fiesta entra cualquiera» o «que horrible espectáculo» y la muy reveladora «a pesar de ser una mierda, venden más que yo».
El alcohol desgarraba de a poco la mesura de la sociedad occidental. Ronald Reagan, Sigmund Freud y Margaret Thatcher salieron por la puerta de atrás e iniciaron una competencia para ver quien orinaba más lejos. Reagan sufría de incontinencia y orinó sus pantalones. El chorro de Freud alcanzó un metro de largo y manchó una edición corregida de Principios de psicología de William James. El de Margaret Thatcher, gracias a su pene de aleación de titanio, llegó a las Malvinas. Los reyes ingleses, que presenciaron la competencia por casualidad, condecoraron a Thatcher con la Orden de la Jarretera.

Mientras tanto, en el baño de damas ocurrió un encuentro extraordinario: La Alicia anoréxica del país desarrollado halló a la Alicia caquéctica del país subdesarrollado y esta le presentó a la Alicia utópica del país de las maravillas. Se enemistaron rápidamente y juraron enfrentarse durante el apocalipsis.

El alcohol revelaba de a poco los sentimientos de la sociedad occidental y facilitaba la expiación de sus pecados. En un pasillo, Hitler sollozaba bajo la mirada algo comprensiva, algo diabólica de la Madre Teresa.
—No fue mi culpa —le dijo— sino de Wagner, que lo aboca a uno a la carnicería.

El hombre que había fungido como anfitrión de la fiesta despertó súbitamente y descubrió que la realidad verdadera era peor que la realidad que había soñado. El anfitrión despertó súbitamente y descubrió que tuvo un sueño dentro de un sueño y que la realidad verdadera era peor que las que había soñado. El anfitrión despertó súbitamente, decubrió que era infeliz y que la realidad verdadera era peor que las otras realidades. El anfitrión despertó súbitamente, descubrió que el divorcio era la solución y que la realidad verdadera era peor que todas las anteriores. El anfitrión despertó súbitamente, descubrió que quería ser niño y que la realidad verdadera era muchísimo peor. El anfitrión despertó súbitamente y descubrió que era niño, que deseaba ser adulto y que la realidad verdadera era exponencialmente peor a todas las realidades soñadas. El anfitrión despertó súbitamente, descubrió que era adulto, revolucionario y que la realidad verdadera era simplemente peor. El anfitrión despertó y descubrió que era reaccionario. El anfitrión despertó y descubrió que era el hombre-víctima. El anfitrión despertó y descubrió que no era el anfitrión. El anfitrión despertó y descubrió que era un anfitrión relativo. El anfitrión despertó y descubrió que el dinosaurio todavía estaba allí. El anfitrión despertó y descubrió que era Rip Van Winkle, que había dormido durante 20 años y que no hubo ninguna fiesta . El anfitrión despertó y descubrió que vivía en un mundo que no podía cambiar, que las angustias metafísicas corroían su existencia y que estaba al borde de la locura. Consultó al psiquiatra y este le recetó un suicidio. El anfitrión no despertó más.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

XX

Eran tardes menos calurosas de juegos de mesa y de Mood Indigo ensoñado.
El abuelo fumaba blues en la ribera del ocaso y una vecina hacía redes para pescar con sus nietos en el Atlántico, llenando nuestros días con música de máquina Singer bien temperada, a modo de fuga de Bach.
Anita Hart dinamitó el tablero de Monopoly llevada por la ira, consecuencia de su inversión en propiedades azules muy caras no favorecidas por el azar.
Eran tardes de aventuras en la azotea.«Si te acercáis a la orilla —me dijo— podéis ver una grietecita en la estructura de 5 cm. o de 10 cm. o de 15 cm., no estoy muy segura. El conserje me contó que llega hasta el subsuelo y hace llorar al edificio».

Papá y mamá nos daban sabios consejos y prodigaban afirmaciones gratuitas: En momentos de tribulación —decían— debes leer a Camus y pensar seriamente en el suicidio.

eran tardes con olor a siglo XX
cuna de sueños realizables
idealizado por la memoria

De repente, todas nuestras angustias fueron a parar a la televisión. La divorciada encontró telenovelas y el inseguro encontró pornografía. En los Jardines Kensington alguien dejó caer un tomo de Lewis Carroll. El abuelo soltó su cigarrillo y este soltó las últimas notas de un blues muy oscuro, perdido ya para siempre.

«Si te acercáis al abismo —me dijo Ana— podéis ver una grieta gigantesca que conduce al siglo XXI y te hace estremecer de miedo»