Del tocadiscos emanaba un jazz antiguo, ambiguo, casi azul, propicio para el baile lento. Cerca de la entrada del salón donde se celebraba la fiesta, en la primera mesa de la izquierda, un grupo de políticos de derecha discutía las nuevas acciones que tomaría el partido gobernante. Decidieron por unanimidad que aumentarían los impuestos, acabarían con ciertas libertades dañinas y destinarían más fondos a actividades de corrupción, cuestión de primera necesidad para el mantenimiento del statu quo. Ante la posibilidad de declararle la guerra a un estado enemigo todos coincidieron en no hacerlo. No por convicción moral, sino por afortunada holgazanería.
A unos pasos de donde se hallaban los políticos, Simón Bolívar y Simone de Beauvoir mantenían una imposible conversación mientras tomaban cócteles de sueños irrealizables. Junto a ellos, Marx y Adam Smith jugaban al Monopoly. Marx siempre perdía porque los habitantes imaginarios de las casas y los hoteles seguramente eran burgueses insensibles o proletarios que ignoraban El capital. Inesperadamente, entró a la estancia Ernest Hemingway ebrio y disparando una escopeta, como si cazara a un rinoceronte africano.
—No está cazando —explicó Alfred Hitchcock, mirando hacia la cámara y acabando con la vana ilusión de realidad —Solo lucha con sus fantasmas.
Una de las balas disparadas por Hemingway atravesó el cráneo de un hombre condenado a desempeñar el rol histórico de víctima por toda la eternidad. Fue víctima del hundimiento del Titanic (3era clase, ascensores cerrados), víctima inocente de la 1era guerra, víctima de la recesión del 29, víctima del Holocausto, víctima de la hambruna en África, víctima de la crisis hipotecaria, víctima de esa bala y en el futuro sería víctima de otros desastres.
Luís XVI y María Antonieta —aristocráticos y guillotinados— observaron el cuerpo del hombre-víctima por encima del hombro y por debajo de la solidaridad. Los demás invitados acordaron tácitamente obviar el cádaver, olvidar el incidente y sobornar a Miss Marple para que inculpara al mayordomo y no a Hemingway, demasiado importante para ir a la cárcel.
La fiesta marchaba bien. Tenía un tono deliciosamente caótico y decadente que alegraba a todos. En el centro del salón, la prostituta con mensaje filosófico positivo, la detective de pasado oscuro y la descendiente de Jesús bailaban con Coelho, Katzenbach y Brown, respectivamente. Entre cada canción se hacían cariños y por cada cariño se le escapaba a Truman Capote una frase cargada de envidia y afectación, como «en esta fiesta entra cualquiera» o «que horrible espectáculo» y la muy reveladora «a pesar de ser una mierda, venden más que yo».
El alcohol desgarraba de a poco la mesura de la sociedad occidental. Ronald Reagan, Sigmund Freud y Margaret Thatcher salieron por la puerta de atrás e iniciaron una competencia para ver quien orinaba más lejos. Reagan sufría de incontinencia y orinó sus pantalones. El chorro de Freud alcanzó un metro de largo y manchó una edición corregida de Principios de psicología de William James. El de Margaret Thatcher, gracias a su pene de aleación de titanio, llegó a las Malvinas. Los reyes ingleses, que presenciaron la competencia por casualidad, condecoraron a Thatcher con la Orden de la Jarretera.
Mientras tanto, en el baño de damas ocurrió un encuentro extraordinario: La Alicia anoréxica del país desarrollado halló a la Alicia caquéctica del país subdesarrollado y esta le presentó a la Alicia utópica del país de las maravillas. Se enemistaron rápidamente y juraron enfrentarse durante el apocalipsis.
El alcohol revelaba de a poco los sentimientos de la sociedad occidental y facilitaba la expiación de sus pecados. En un pasillo, Hitler sollozaba bajo la mirada algo comprensiva, algo diabólica de la Madre Teresa.
—No fue mi culpa —le dijo— sino de Wagner, que lo aboca a uno a la carnicería.
El hombre que había fungido como anfitrión de la fiesta despertó súbitamente y descubrió que la realidad verdadera era peor que la realidad que había soñado. El anfitrión despertó súbitamente y descubrió que tuvo un sueño dentro de un sueño y que la realidad verdadera era peor que las que había soñado. El anfitrión despertó súbitamente, decubrió que era infeliz y que la realidad verdadera era peor que las otras realidades. El anfitrión despertó súbitamente, descubrió que el divorcio era la solución y que la realidad verdadera era peor que todas las anteriores. El anfitrión despertó súbitamente, descubrió que quería ser niño y que la realidad verdadera era muchísimo peor. El anfitrión despertó súbitamente y descubrió que era niño, que deseaba ser adulto y que la realidad verdadera era exponencialmente peor a todas las realidades soñadas. El anfitrión despertó súbitamente, descubrió que era adulto, revolucionario y que la realidad verdadera era simplemente peor. El anfitrión despertó y descubrió que era reaccionario. El anfitrión despertó y descubrió que era el hombre-víctima. El anfitrión despertó y descubrió que no era el anfitrión. El anfitrión despertó y descubrió que era un anfitrión relativo. El anfitrión despertó y descubrió que el dinosaurio todavía estaba allí. El anfitrión despertó y descubrió que era Rip Van Winkle, que había dormido durante 20 años y que no hubo ninguna fiesta . El anfitrión despertó y descubrió que vivía en un mundo que no podía cambiar, que las angustias metafísicas corroían su existencia y que estaba al borde de la locura. Consultó al psiquiatra y este le recetó un suicidio. El anfitrión no despertó más.