viernes, 31 de julio de 2009

Ensoñación de la infancia y de la juventud.

Mi infancia transcurrió entre Estados Unidos y Andorra La Vieja. Entre el salvaje capitalismo neoliberal y la ignominia del olvido. Mi niñez temprana y dependiente tuvo cobijo en el seno de un hogar contradictorio: Mi madre era ambiciosa, gustaba de la ironía y el sarcasmo y, en ocasiones, era muy sentimental. Tan sentimental que si llovía, lloraba. Si llovía fuerte, lloraba con fuerza y si la lluvia mojaba la ropa tendida de algún vecino, lloraba y blasfemaba. Mi padre, a su vez, era un hombre conservador, retraído y estudioso de la ética platónica. Los quise y aún recuerdo sus conversaciones. «Querido —decía mi madre— deberíamos comprar un piso en East California. Es una zona fina, con prestigio.» Y él contestaba: «Si ganara más, mientras tanto solo podemos alquilar» Yo les pregunté por qué querían mudarse a East California y ambos dijeron al unísono: «Hijo mío, porque somos estetas y vivimos de la máscara» Como tenían eso en común, su matrimonio fue relativamente feliz, al igual que todos los matrimonios relativamente felices de la cultura occidental (en blanco y negro) de esa época.

Crecí y alcancé la adolescencia. Recuerdo que una noche, mientras me disponía a tomar el metro, ví a una mujer rubia muy atractiva. Ella mostraba las piernas sensualmente encima de un respiradero. Me la comí con la vista. Sentí envidia del respiradero y del aire que tocaba sus muslos. Por culpa de un impulso adolescente le confesé mis deseos. Ella me dijo, con descaro, que solo amaba a presidentes o a candidatos presidenciales y que solo a ellos se entregaba. Decepcionado, juré nunca más utilizar el metro y me dediqué, como todo adolescente correcto al estudio, primer cimiento del gran edificio de las ambiciones futuras. También quise acabar con la vida de Kennedy, pero alguien se adelantó.
Por obra y gracia del destino o de la casualidad conocí a Vanessa. Con Vanessa me entregué a la disipación. Ella parecía creada para eso. Y como la hora fue propicia tuvimos sexo, maliciosa e irresponsablemente, de pie y sobre la cama de sus padres. Escuchamos música que nos pareció excitante y alegre porque estábamos alegres y excitados. Probamos, infantil e irresponsablemente, el cigarrillo y la marihuana. Fuimos felices y sentimos la afición al infinito de la que habló Baudelaire. Pero ella iba, sin darse cuenta, del punto A al punto B y yo realizaba el recorrido inverso. Por obra y gracia de la casualidad nos encontramos a la mitad y la afición fue efímera y el infinito, finito.

De aquí en adelante esto tomará una velocidad vertiginosa porque es tarde y quiero terminar.

Fui a la guerra, disparé, maté y perdí la humanidad que me quedaba. Ahora que tengo más edad me dedico a la nostalgia, el deporte predilecto de los caballeros.

lunes, 20 de julio de 2009

Crónica de la muerte de Dios.


Alrededor del año 1600, Galileo, apoyado en Copérnico, demostró que Dios no era necesario para mover los astros. Más tarde, durante el 1700, Kant lo expulsaría del conocimiento, luego Hobbes del derecho y Darwin, con El Origen de las especies, de la naturaleza. Se comprobó, pues, que nadie había comido el fruto prohibido, que no hubo pecado original ni expulsión del Edén. Se comprobó que Dios nunca había sido o que había muerto. Nietzsche, infatuado, lo proclamó oficialmente. La noticia del deicidio se regó como pólvora, apareció en todos los diarios y en la portada de la revista Time. Sin embargo, Hegel se le adelantó a Nietzsche . Ese dato histórico irrefutable sumiría a Nietzsche en una profunda depresión que con el tiempo degeneraría en locura y causaría su muerte. Quizás fue eso, aunque también pude ser la sífilis o la neumonía. De cualquier forma, el hombre se creó a sí mismo y creó para sí (disculpen la cacofonía) el mejor paraíso que la ciencia y la técnica pudieran ofrecer, olvidó la felicidad futura y eterna y se contentó con la felicidad breve y terrenal del presente. El hombre mató a Dios, sin imaginar que a raíz de ese acto quedaría eternamente huérfano.


And Yet, and yet...

"Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal: Es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges"






domingo, 12 de julio de 2009

Catálogo limitado de cosas infinitas.

Los números.
Las posibles combinaciones de letras, palabras, comas y puntos en los libros que fueron, que son y que serán.
Las insignificancias.
Los significados y significantes.
El tiempo, que no es infinito sino eterno y que eternamente será un misterio.
La inabarcable biblioteca de Borges.
Las interpretaciones e implicaciones de un gesto o una mirada.
La fe de los niños mientras son niños.
La ignorancia.
Los signos y los símbolos.
La voluntad de creer y los escrúpulos de la razón.
Las imprevistas consecuencias de nuestros actos.
Las imprevistas consecuencias de un pensamiento.
Los vicios.
El hotel de Hilbert y sus habitaciones circulares.
El amor de una madre hacia sus hijos.
La irrelevancia de la fama.
La irrelevancia del fracaso.
La preocupación por la fama y el fracaso.
La oscilación de un péndulo de Foucault fabricado por un belga que continuará aún después de la muerte del belga y de los belgas y de la destrucción inevitable de Bélgica y de la ineludible decadencia de la humanidad y de la tierra y de la expansión irremediable del universo, porque es la voluntad de Dios.
La verdad.
La mentira, que existirá mientras exista la verdad.
El anhelo de amistad, de amor y de placer.
La necesidad y el deber de la esperanza.
La inutilidad de este escrito.

sábado, 11 de julio de 2009

Breve historia de la humanidad.

«Nacieron, sufrieron y murieron»

Anatole France(1844-1924)