Mi infancia transcurrió entre Estados Unidos y Andorra La Vieja. Entre el salvaje capitalismo neoliberal y la ignominia del olvido. Mi niñez temprana y dependiente tuvo cobijo en el seno de un hogar contradictorio: Mi madre era ambiciosa, gustaba de la ironía y el sarcasmo y, en ocasiones, era muy sentimental. Tan sentimental que si llovía, lloraba. Si llovía fuerte, lloraba con fuerza y si la lluvia mojaba la ropa tendida de algún vecino, lloraba y blasfemaba. Mi padre, a su vez, era un hombre conservador, retraído y estudioso de la ética platónica. Los quise y aún recuerdo sus conversaciones. «Querido —decía mi madre— deberíamos comprar un piso en East California. Es una zona fina, con prestigio.» Y él contestaba: «Si ganara más, mientras tanto solo podemos alquilar» Yo les pregunté por qué querían mudarse a East California y ambos dijeron al unísono: «Hijo mío, porque somos estetas y vivimos de la máscara» Como tenían eso en común, su matrimonio fue relativamente feliz, al igual que todos los matrimonios relativamente felices de la cultura occidental (en blanco y negro) de esa época.
Crecí y alcancé la adolescencia. Recuerdo que una noche, mientras me disponía a tomar el metro, ví a una mujer rubia muy atractiva. Ella mostraba las piernas sensualmente encima de un respiradero. Me la comí con la vista. Sentí envidia del respiradero y del aire que tocaba sus muslos. Por culpa de un impulso adolescente le confesé mis deseos. Ella me dijo, con descaro, que solo amaba a presidentes o a candidatos presidenciales y que solo a ellos se entregaba. Decepcionado, juré nunca más utilizar el metro y me dediqué, como todo adolescente correcto al estudio, primer cimiento del gran edificio de las ambiciones futuras. También quise acabar con la vida de Kennedy, pero alguien se adelantó.
Por obra y gracia del destino o de la casualidad conocí a Vanessa. Con Vanessa me entregué a la disipación. Ella parecía creada para eso. Y como la hora fue propicia tuvimos sexo, maliciosa e irresponsablemente, de pie y sobre la cama de sus padres. Escuchamos música que nos pareció excitante y alegre porque estábamos alegres y excitados. Probamos, infantil e irresponsablemente, el cigarrillo y la marihuana. Fuimos felices y sentimos la afición al infinito de la que habló Baudelaire. Pero ella iba, sin darse cuenta, del punto A al punto B y yo realizaba el recorrido inverso. Por obra y gracia de la casualidad nos encontramos a la mitad y la afición fue efímera y el infinito, finito.
De aquí en adelante esto tomará una velocidad vertiginosa porque es tarde y quiero terminar.
Fui a la guerra, disparé, maté y perdí la humanidad que me quedaba. Ahora que tengo más edad me dedico a la nostalgia, el deporte predilecto de los caballeros.