domingo, 21 de junio de 2009

Viernes.

Este viernes que pasó, al igual que todos los viernes precedentes del 2009, llegué tarde a la clase de derecho procesal civil. Entré al salón y cerré la puerta despacito, tratando de hacer el menor ruido posible. Fue inútil. Una chica que se hallaba cerca soltó una risita irónica, una especie de "ji, ji, ji" mal disimulado que llamó la atención de la profesora hacia donde yo estaba y que provocó que me lanzara una mirada de reproche. Bajé inconscientemente la cabeza y empecé a buscar un lugar donde sentarme. Vi uno al otro lado del aula y para alcanzarlo tuve que pasar frente a la triste luz blanca proyectada por el vídeo beam, que estaba siendo utilizado por un grupo de conocidos que realizaban una exposición. Mi sombra se proyectó en la pared ocultando por instantes cuatro párrafos que hablaban acerca de los principios probatorios. Dos horas después salí corriendo a comerme algo ya que tenía un hambre insoportable.

Llegué al cafetín y desayuné con Silvia, David y Patricia. Un poco más tarde llegó Carmen contándonos acerca de lo mal que le caía un muchacho llamado Ernesto, que al parecer es el sujeto más infame de toda la escuela de derecho. David añadió que Ernesto es un desgraciado y que su hermana es la chica más fea e infundadamente engreída de la universidad. Me pareció muy cómico lo que dijo, sobre todo cuando noté que Ernesto estaba sentado detrás de nosotros y que seguramente había escuchado lo que habían dicho sobre él.
La conversación continuó y alguien tocó el tema político, tan delicado en el país en estos momentos. Patricia, que antepone a Dios siempre, también lo hizo para expresar su opinión: «¡Dios mío! —decía— ¿a dónde irá a parar este país?». Y como nadie le prestaba atención volvía a exclamar "¡Dios mío!" y realizaba la misma pregunta, hasta que se resignó y dijo, con notable acento marabino, «no sé pa' que pregunto, si ya todo está jodido».
Eventualmente, se fueron todos y solo quedamos Silvia y yo. Silvia me reveló su sueño de viajar a Francia y de como trabajaba para conseguirlo. Me contó que le había dicho a su padre y que él se había negado a pagarle el viaje, argumentando que ella necesitaba más un carro para ir a la universidad. Ella refutó diciéndole que primero prefería andar a pie y desnuda por los Campos Elíseos. Finalmente, me preguntó si creía en el destino. Le contesté que a veces. Tras una breve pausa, agregué que yo no sabía en lo que creía. «Yo tampoco» terminó diciendo ella.

5 comentarios:

Pulgamamá dijo...

Hola. Me intriga la relación entre Silvia y tu aunque ya leí por ahì que la que te gusta es Bàrbara. Espero enterarme en las próximas entradas.
Saludos!

Anónimo dijo...

La verdad que con los tiempos que corren uno no sabe a qué aferrarse... Entre el Gobierno y los bancos que lo único que hacen es mamar dinero, la iglesia que lleva haciendo eso desde el comienzo de los cominezos, y la puta sociedad materialista en la que vivimos....
Veo totalmente normal que no sepas en qué creer...!!!!!!

Yo por ahora creo en mi misma. Ya el destino, la suerte, la religión y la política irá ganando o perdiendo terreno conforme pasa el tiempo. Pero, hoy por hoy, sólo creo en mí y en alguna que otra persona más.

Un besooooooooooo

Mar dijo...

Creer no costea. No es una acción que remunere lo suficiente como para ejecutarla.

Llega temprano a clases. Entorpecer las proyecciones de una exposición en curso siempre es vergonzoso.

Franklin dijo...

Leí en alguna parte que, en la actualidad, la voluntad de creer es resistida por los escrúpulos de la razón. Me pareció un comentario muy acertado.

Alury, Extranjera, Mar, gracias por leer lo que escribo por acá.

p.s. Trataré de llegar más temprano, porque como dices tu, es muy, muy vergonzoso.

Un abrazo.

David Colina dijo...

Excelente tu crónica. En Venezuela, se escribe bien, tenemos que darnos cuenta de eso, tenemos que leernos y comentarnos. Debemos empezar a creer en nuestra literatura.